Yo, Mesalina

Este relato, evidentemente, es de ficción. De esos que escribo de vez en cuando para participar en concursos de relatos eróticos. En esta ocasión el tema tenía que girar en torno a un personaje famoso. Y tratándose de su vida sexual, pocos me parecieron tan interesantes como Mesalina. Es… distinto :-P

Puta. Osan llamarme puta. Los mismos que me han forzado a unirme a Claudio. Por mantener su linaje. Por preservar su riqueza. Y me llaman puta a mí.
¿Y qué si me gustan los hombres? ¿Y qué si anhelo sentirlos en mi interior? Que no tengo fin, me dicen. Que nunca estoy satisfecha. Con tal de no reconocer sus propios instintos, que por cierto, seguramente poco difieren de los míos. ¿O es que el resto de Roma no fornica? ¿Acaso las prostitutas de Subura pasan las noches charlando entre ellas? ¿Y qué si me hace feliz yacer con cuantos más hombres mejor? Y yo, a diferencia de ellas, y aunque me mueva por su mismo submundo, no lo hago por dinero, sino por placer, por diversión.
Poco me importa lo que piensen. Tengo mis deseos, mis necesidades. Y mi esposo… es un buen hombre, sin duda. Un pobre infeliz que se casó por amor. Y porque yo le dije que le amaba. Siempre intentando hacer lo bueno, lo correcto, buscando el bien de Roma. Seguro que por eso la fortuna le ha sonreído. Si no, un idiota como él no hubiera podido llegar a emperador. Pero en la cama… en la cama… nadie puede imaginarse mi calvario. Yo, Mesalina, obligada a cohabitar con un hombre que no me satisface en absoluto. Cierto que ninguno lo haría. A las pruebas me remito. A mi manera, le quiero. Él me idolatra, yo le complazco. A diario, y pese a su edad. Mis escarceos nunca me han hecho descuidar mi vida marital pero supongo que nadie pensará que me iba a conformar con un anciano como él. ¡Yo!
Pero mi matrimonio me trajo más ventajas. Me desposó joven y le di un hijo. A cambio, me siento libre. Para hacer lo que quiera y con quien quiera. No parece importarle. Tal vez ni es consciente de mis aventuras. De mi búsqueda constante del placer. En mis intentos por colmar mis necesidades yací con patricios, con plebeyos, con esclavos… encontré satisfacciones más todas pasajeras. Necesito más. Mucho más. Más de uno, más de veinte, más de cien…
Aunque no fui yo, sino mi alter ego, Licisca, quien convocó el concurso. Y ellas aceptaron. Y eligieron a la mejor, a la de más fama, a Escila, para competir conmigo, pero no en el territorio de Licisca sino en el mío. En mi propia morada. Aproveché la ausencia de mi esposo, de campaña en Britania, y la hice acudir a palacio. La apuesta era sencilla, el reto abierto: ¿quién podrá con más hombres en un solo día? Muchos nobles acudieron, algunos incluso acompañados. Unos a mirar, otros a participar, todos a disfrutar.
Comenzamos por la noche. Me había preparado a conciencia, para excitar sus sentidos. Soy consciente de que no hace falta, sólo mentar mi nombre y para muchos la respuesta es inmediata. Pero aun así. Ese ritual de preparación forma para mi parte del juego. Me gusta bañarme, dejarme untar en aceite por mis esclavas, acicalarme para luego ser poseída. Una y otra vez.
Hice pasar al primero a mis aposentos. Ya le conocía, pero él a mí no. Aún no. Vi la lujuria brillar en sus ojos, como tantas otras veces la vería a lo largo de la velada. Esa sonrisa de autocomplacencia, esa intención no declarada de “yo seré quien te colme, quien realmente te satisfaga hasta tal punto que ya no desees más”. Ja, pobre inútil. Serás uno más. Con un poco de suerte me harás disfrutar. Arrancarás algún gemido de mi garganta y te rociaré con mis fluidos pero no te equivoques, no serás tú. Yo nací para ser amada. Nací para gozar sin límite. Yo haré que te vayas satisfecho pero tú… tú serás tan sólo uno más en mi interminable lista.

Efectivamente ignoro si fue la presión, la autoexigencia. Cuando, aún con mi toga puesta, abrí las piernas y le mostré mi sexo, supe que le había vencido. Se acercó a mí con timidez. Le pedí se desnudara. Mi mirada fija en su miembro ya fue capaz de iniciar una erección. Mis manos la completaron. Sólo con tumbarme supe que caería al primer asalto. Así fue. Tan pronto me penetró la tensión pudo con él y terminó. Avergonzado se levantó sin decir palabra y salió también sin decir palabra, con el rostro enrojecido.
No era la primera vez que me ocurría algo así. Con gesto indolente, hice una seña a mi esclava. Abrió la puerta y en escasos segundos apareció con otro hombre. Me alegró no reconocerle. Tal vez habría algo interesante y novedoso. Pidió permiso para acercarse, su ternura me conmovió. Con gestos suaves acarició mis hombros, depositó sus labios en mi cuello y tomándome una mano la llevó a su sexo, aún flácido. Al menos este duraría más. Con extrema suavidad jugueteó con la lengua en mis pezones. Sin duda decidido a alargar la situación al máximo haciéndome disfrutar a mí en lugar de abandonarse a su propio placer acarició mi cuerpo de arriba a abajo. Reconozco haber disfrutado con sus caricias. Sin duda él también. Intentando estar a tono con él, mi mano se movía lentamente sujetando con firmeza su miembro. Y pese a mi lentitud, a la suavidad del momento, sentí la tensión en sus muslos un momento antes de que su néctar impactara contra mi vientre.
Los siguientes apenas los recuerdo. Fueron pasando de uno en uno. El tercero, el cuarto… con más pena que gloria acariciaron mi cuerpo, saborearon mis pechos, gozaron durante más o menos minutos y salieron de la habitación para dejar su lugar a otros.
La noche avanzaba, como mis acompañantes. Al filo de la medianoche llegó él. Cuando ya empezaba a pensar que, una vez más, mis ansias quedarían desiertas, apareció ese sonriente patricio. Me ordenó, sí, me ordenó que me desnudara. Cuando quise replicar selló mis labios con su dedo y me ordenó, otra vez, mantenerme en silencio. Me estimuló el juego y obedecí, sumisa. Dejé caer mi toga al suelo. Mi esclava apareció de detrás del cortinaje presta a recogerlo pero él la rechazó con un gesto brusco al tiempo que volvía hacia mis ojos su mirada. Comprendí la orden. Yo misma me agaché a recoger mi vestimenta. Sin darme tiempo a levantarme, se situó ante mí, con las piernas abiertas, mostrándome su virilidad. Vacilante dirigí a él mi mano, desde el suelo. Pero él la esquivó, acercándose a mí. Y supe que no era mi mano lo que buscaba sino mi boca.

Quedándome a cuatro patas la abrí y permití dócilmente que la penetrara y me embistiera, aunque lo hizo con tal fuerza que me provocó alguna arcada. Comencé a succionar, sintiendo su pene crecer en mi boca. Empezaba a pensar que me asfixiaría cuando se apartó de mí y me agarró la melena, tirando de mí hacia arriba, hasta incorporarme. Sin soltar mi pelo me llevó a la cama y me tumbó. Él quedó de pie junto al borde y retomó la postura anterior, con su sexo en mi boca. Pero ahora él podía acceder también al mío. Con brusquedad me abrió las piernas y se inclinó lo suficiente como para alcanzar entre ellas con una mano.

Introdujo un dedo en mi vagina, y luego dos. Y los movió armónicamente, imprimiendo con ello ritmo a mi cuerpo entero, que bailaba a su son, transmitiendo al mismo tiempo el movimiento a su pene, preso entre mis dientes. A continuación me ordenó elevar los brazos por encima de mi cabeza y aferrar sus muslos, prohibiéndome retirar las manos. Paulatinamente fue incrementando su ritmo, tanto con su miembro como con sus dedos y sí… debo confesar que lo logró… con él alcancé el orgasmo, algo estalló en mi interior con tal fuerza que sacudió todo mi cuerpo, haciéndolo convulsionar.
Casi al mismo tiempo él también llegó al clímax. Su semen invadió mi boca y resbaló por las comisuras de mis labios empujado por mi lengua, hasta impregnar mi cuello. Obediente no solté sus piernas. Esperé órdenes. Fue él quien se separó dejando mis manos libres. Se sentó junto a mi como esperando una respuesta por mi parte. Y la tuvo. Por supuesto la tuvo. Giré la cabeza hacia el cortinaje, donde mi esclava se refugiaba, y le indiqué que le acompañara a la puerta. Quería más.

Cierto que me había gustado. Hasta ese momento había sido lo mejor de la noche. Decidí descansar unos minutos y pedí a mi esclava que me masajeara la espalda mientras me informaba de la situación.
Tardó sólo unos minutos en regresar. Con amplia sonrisa me informó de que Escila se retiraba. Tras haber sido poseída por 25 hombres, la prostituta más conocida de Roma se rendía. Y yo ganaba. Demasiado fácil. Le pedí que viniera a mi presencia, pero después de mi masaje. Supuse que así podría descansar, reponerse, y me sería más fácil convencerla de que regresara. Me equivoqué.

Escila mantuvo su postura. Reconoció no poder competir conmigo y dio su participación por finalizada, aceptando su derrota. Dudé. Eso significaba que la competición finalizaba. Podía despedir a todos los presentes y retirarme a mis aposentos, a descansar. ¿Descansar de qué? Cierto que la velada había sido divertida hasta ese momento pero no sentía la necesidad de finalizar. Aún no. Todavía era noche oscura. Muchos hombres permanecían a la espera de ser los agraciados. Y yo no estaba satisfecha. No, no lo estaba. Aún sin Escila. Seguiría.
¿Cómo hacerles entender? ¿Cómo explicarles este deseo, esta necesidad que surge de mi interior y que me incita a acostarme con todos esos hombres? Soy la mujer más poderosa de Roma, la esposa del emperador, todo ese inmenso imperio a mis pies ¿y nadie va a poder satisfacerme en la cama? Cierto que, en mis incursiones nocturnas por el foro, ha habido quien ha conseguido provocarme gran placer, algún noble llegó a hacer temblar mis piernas, consiguió que gritara con todas y cada una de sus embestidas. Eso es innegable. Pero tan solo para, una vez acabado, desear volver a empezar.
Y no es por no haber buscado. Me he acostado con nobles y plebeyos, ricos y pobres, hombres más o menos agraciados, esclavos, gladiadores, comerciantes, soldados, senadores, actores… sin lograr satisfacción plena.
Lo de esa noche era lo mismo de otras. Sólo que esta vez no era yo quien me ofrecía por las calles de Subura. Ellos esperaban fuera hasta que mi esclava les iba invitando a pasar. Yo les seguía atendiendo gustosa. Todos esos hombres para mí. Pronto despuntaría el alba y ellos seguían pasando. Uno tras otro.
Cuando aquel joven senador se retiró, sin duda satisfecho, traté de calcular con cuántos hombres había estado esa noche desde que se inició el concurso. Sesenta, setenta… no estaba segura. Miré a mi esclava. Miré la puerta. No me hizo falta hablar. Se levantó complaciente e hizo pasar al siguiente. Levanté dos dedos. Comprendió rápidamente y, entornando de nuevo la puerta, pidió entrar a otro más.
Ni aún así mi cuerpo encontró satisfacción. Ensayé todo tipo de juegos hasta que llegó el amanecer. Con dos. Con tres. Con cuatro. Permití sus perversiones, realizamos posturas inimaginables. Y todos se iban satisfechos. Y yo me quedaba. Contenta por el placer proporcionado y obtenido, y cansada, sí. Pero satisfecha… no, todavía no. 

Comentarios

Entradas populares de este blog

First Dogging

Verte con ella

Mi primer pub liberal