Las apariencias no siempre engañan

Por motivos muy ajenos a nuestra voluntad, básicamente el estrés de la vida cotidiana, estamos un poco retirados del ambiente. Es algo temporal y tenemos serias intenciones de volver tan pronto como nos desenredemos un poco. Así que, como hay pocas aventuras y desventuras reales que contar, he decidido ir publicando mientras algunos relatos de ficción que he escrito durante los últimos meses. Espero que los disfrutéis tanto como los anteriores... aunque lo reconozco: yo no he disfrutado igual creándolos ;-)



"Cariño, no es lo que parece", la frase de Claudia retumbó en mis oídos. Aparté la cabeza de su entrepierna y retiré la sábana, encontrándome sus ojos azules clavados en mi cara.
 
Me giré temeroso... "No es lo que parece" ¿quién no asocia esa frase a la imagen de un marido cornudo? Y sí, casi siempre es lo que parece. A ver cómo convencía yo ahora a mi amigo Rubén de que mi cabeza emergiendo del tibio sexo de su mujer era la excepción que confirma ese glorioso "casi".

Por delante de mis ojos circularon a gran velocidad un millón de imágenes: Rubén y yo a los siete años sellando con sangre nuestro pacto de amistad eterna, las pajas comunes ante la peli porno de turno en nuestra compartida adolescencia, la aparición de Claudia en la pandilla, los siguientes muchos años de complicidad, amistad, viajes y juergas los tres... Sí, desde luego era lo que parecía. Me estaba follando a su mujer. Bueno, técnicamente no. Aún no.

Aún en los preliminares, le estaba comiendo el coño aunque dudaba de que a Rubén aquello le produjera el menor alivio.
Finalmente mis ojos se toparon con los suyos. Avergonzado recorrí su rostro tratando de encontrar las palabras menos dolorosas. Y fue entonces cuando algo llamó mi atención. Rubén no parecía dolorido, no mucho al menos. Incluso esbozaba media sonrisa. De nuevo busqué la mirada de Claudia. Ella también parecía sonreír. Es más, juraría que, ahora que la sangre volvía a regar mi cerebro, cuando asomé de entre las sábanas al oír la frase de Claudia sus ojos no miraban a Rubén sino a mí.

Ese “cariño” con el que Claudia se dirigía a mi tan a menudo iba destinado también en esta ocasión a mi persona. Balbuceé como un imbécil intentando entender qué estaba ocurriendo. No era lo que parecía, pero ¿qué parecía exactamente? Que Rubén había regresado inesperadamente de su viaje a Brasil y nos había pillado a su mujer y a su amigo del alma enredando en su cama. Y si eso no era lo que estaba ocurriendo…

Claudia se apiadó de mí con un extraño “no sabíamos cómo pedírtelo” y de pronto otro remolino de imágenes sacudió mi consciencia. Fragmentos de conversaciones entre Rubén y yo, entre Claudia y yo, entre los tres, que ahora cobraban sentido. Frases como “no me importaría, es más creo que sería divertido”, “reconocerás que mi mujer está muy buena y ella opina lo mismo de ti”, “lo nuestro podría ir más allá de la amistad”… incluso aquel roce con los labios de Claudia en aquella fiesta, aquel apartarse rápidamente al hacer Rubén su aparición acompañado de un “por mí no os cortéis, incluso puedo llegar a disfrutarlo”

Mi cabeza empezaba a dar vueltas, sentí un escalofrío recorrer mi espalda. ¿Un trío? ¿Eso era lo que no sabían cómo pedirme? ¿Después de casi veinte años de amistad me estaban sugiriendo meterme en la cama con ellos? Y ¿era necesario darme ese susto? Mentiría si dijera que nunca se me había pasado por la cabeza, compartir esa intimidad de mis amigos, compartir a esa mujer… esa mujer que tanto deseaba desde el principio, a la que había renunciado conquistar porque eligió a Rubén desde el primer momento. Mentiría también si negara haber soñado con ella, con ese cuerpo de infarto, con esas piernas interminables y esos pechos voluptuosos… Seguiría mintiendo si no reconociera haberla imaginado en lencería, si con mi mente no la hubiera vestido con un minúsculo tanga, con medias y ligueros, con sujetadores, corsés y corpiños… y sin ellos.

Muchas de mis noches húmedas adolescentes habían tenido a Claudia como protagonista. Al llegar a la edad adulta cambiaron muchas cosas pero la musa de mis sueños seguía siendo ella. No necesitaba soñar con acariciarla, la estrecha amistad que nos unía me permitía eso y más. Los besos y abrazos entre ella y yo eran frecuentes, pero hasta ese momento yo los vivía como castos y puros. Los que le daba en mis sueños traspasaban con creces esa barrera.

Entonces no solo la acariciaba y besaba, no, no tenía el menor reparo en explorar todos los rincones de su cuerpo, en depositar besos en sus más recónditos rincones. En sueños la había tocado, lamido, había mamado de sus pechos, había jugado con mi lengua en su sexo, la había sentido gemir bajo mi cuerpo cuando la penetraba. Luego me despertaba, habitualmente con una buena erección que solucionaba pensando en ella. Docenas, cientos de mis masturbaciones habían sido en su honor.

Eran muchos años deseando a Claudia. Y muchos años respetando mi amistad con Rubén. Hasta ese día. Ese día en que Claudia me había pedido, como tantas otras veces, que fuera a comer con ella. Por nada especial. Rubén estaba otra vez de viaje y le apetecía verme. Sugirió pasar la tarde juntos, un cine, un paseo, unas cañas… Esta situación era tan habitual que ni me planteé que hoy pudiera ser diferente.  Acudí a su casa a la hora convenida, comimos, charlamos, reímos… lo de siempre. En algún momento debió pasar algo pero juro que no sé el qué, que cambió el escenario. Sentados en el sofá tras la comida charlábamos tranquilamente, Claudia se reía por algún comentario tonto de los míos y de pronto… de pronto su boca estaba en la mía, sus manos acariciaban mi espalda y ya no estábamos sentados.

De pronto mi cuerpo se inclinó sobre el suyo y todo ese deseo reprimido durante tantos años salió de golpe. Metí las manos bajo su camiseta y tiré de su ropa hacia arriba. No opuso ningún tipo de resistencia, al contrario, me ayudó. Tuve claro que ella me deseaba tanto como yo a ella. La cogí entre mis brazos y la llevé al dormitorio.

Por fin tenía esos pechos en mi boca, por fin sus pezones endurecían al contacto con mis labios. Bajé hasta su ombligo, y un poco más. Sin separar de su cuerpo mi boca deslicé sus vaqueros y sus bragas hasta sacarlos por los tobillos. Iba a tumbarme de nuevo sobre ella cuando me apartó con la mano. Ahí, ahí tuve un instante de lucidez. Un atisbo de un “pero ¿qué estamos haciendo?” que me duró apenas unas décimas de segundo, desapareciendo junto con mis pantalones que Claudia, sentada en el borde de la cama, arrastraba hacia el suelo. Se levantó al llegar con ellos a la altura de mis tobillos y abrazándome me giró, empujándome después hacia la cama. Perdí el equilibrio y caí sobre mi espalda, tal y como ella buscaba. Se sentó sobre mí y me besó. Larga y apasionadamente.

Como en mis sueños. Rodamos sobre la cama, enredándonos con las sábanas, riendo como dos niños traviesos y recorrí su cuerpo con mi lengua. Llegar a su sexo fue como alcanzar el nirvana. Me sumergí con deleite en él, lo acaricié con mis labios, con mi lengua, disfruté su olor, su suavidad… cuando esa maldita frase retumbó en mis oídos.

Esa frase que, ahora estaba seguro, no iba dirigida a Rubén sino a mí. Lo intuí por sus sonrisas. Lo supe cuando él, en un acto abrumador de parsimonia, se aflojó la corbata y tomó asiento en el butacón sin dejar de observarnos con ojos lascivos.

Por si me quedaba alguna duda, y mientras se desabrochaba el botón del cuello de la camisa, me explicó sutilmente la situación: “Claudia está deseando follar contigo y yo verlo”. Me sonó un poco a “ya hablaremos tú y yo de cómo me has traicionado, de cómo has aprovechado mi ausencia para tirarte a mi chica, de cómo la has metido en mi cama mientras yo supuestamente volaba hacia Brasil…” pero debo reconocer que preferí centrarme en la situación y dejar para más tarde la resolución de mis problemas. Volví la cabeza hacia Claudia, que sonreía como encantada de la vida, acariciando sus pechos y mostrándome su húmeda vulva aún entre las sábanas y… seguí con lo que estaba haciendo antes de la interrupción.

Me costó recuperar la concentración, comprender que realmente Rubén estaba a un metro y medio viendo cómo le practicaba sexo oral a Claudia en su propia cama, tal vez incluso se estaba masturbando con esa imagen. Tras luchar con una desagradable imagen que incluía a un marido engañado apuñalándome por la espalda alcancé a ver su reflejo en el espejo y lo que vi me tranquilizó sobremanera. Efectivamente Rubén se estaba despojando de sus pantalones y por su bóxer asomaba una erección que él empezó a atender con esmero.

Los gemidos femeninos contribuyeron a crear en mi un estado de excitación tan grande que conseguí olvidarme del susto previo. Seguí disfrutando del coñito depilado de mi musa, de sus manos acariciando mi pelo, de las contracciones rítmicas de su vagina que presagiaban lo cerca que estaba de alcanzar el orgasmo y cuando este llegó, disfruté de su cuerpo arqueándose, de su grito, de sus manos agarrando con ansia las sábanas… y de su posterior desmadejamiento y su cara de placer.

Gateó hacia mí sobre la cama y de nuevo me besó mientras me incitaba a cambiar de posición y a tumbarme. Sentí cómo me echaba hacia atrás, ahora fue ella quien recorrió mi cuerpo con su lengua y con sus manos. Me levantó los brazos por encima de la cabeza y sonrió con picardía. Con un rápido movimiento abrió el cajón de la mesilla y sacó unas esposas. “¿Puedo?” me preguntó mimosa. Asentí con curiosidad.

Sujetó mis manos al cabecero de la cama. Besó mi cuello, mordisqueó mis pezones, sus manos se posaron en mi sexo y lo acariciaron. Sentía mi miembro crecer, llenarse… pensé que si sus labios continuaban bajando estallaría irremediablemente. Abrió de nuevo el cajón de la mesilla y sacó algo que yo no había visto nunca fuera de un sex-shop… una barra separadora. Cuando quise reaccionar los clicks alrededor de mis tobillos habían sonado. Mis piernas quedaron abiertas, yo inmovilizado. Y entonces entré en pánico. Rubén se acercaba a la cama, sonriente y desnudo, precedido de una impresionante erección.

Un sudor frío me recorrió. Yo le había traicionado. Me había aprovechado de su ausencia. No sabían cómo pedírmelo. Un trío… mi corazón palpitaba tan fuerte que casi saltaba de mi pecho cuando Rubén se sentó a mi lado con su polla a escasos centímetros de mí. ¿Qué iba a hacer? ¿Cómo iba a vengarse? ¿Pensaba violarme? ¿Querría que le comiera la polla? ¿Sodomizarme? Me agité nervioso sin osar decir ni una palabra y entonces Claudia se acercó a mi oreja y susurró tranquilizadora “no te preocupes, cariño, esto tampoco es lo que parece… que estas dos vergas van a ser enteritas para mi” y arrodillándose entre mis piernas abiertas me propinó la mejor mamada que me han hecho en mi vida mientras Rubén, a mi lado, disfrutaba de una vista privilegiada.

Y al final se cumplió. Lo que prometía ser una noche de sexo inolvidable lo fue. Con pequeños matices, pero lo fue. Y es que, casi siempre es lo que parece.

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